Una amiga y lectora de nuestro Diario, nos llamó la atención en Facebook acerca del legado de este gran físico y prominente cerebro del siglo XX, quien no sólo nos legó la Teoría de la Relatividad y otros enorme aportes en la Física, sino también este brillante análisis del Socialismo, que reproducimos con algunas adiciones de estilo para acomomodarlo a lo que ya es tradicional para nuestro auditorío. Señalaba ella:

«Albert Einstein fue poseedor de uno de los pocos cerebros (que tengamos conocimiento) con la capacidad de abstraerse, a tal punto, que pudo entender los fenómenos yendo de lo general a lo particular. Desechó los tabúes infantiles, los prejuicios inhibidores; entonces conectó los puntos y le dio coherencia al todo. Si he de tener un «ídolo», un maestro, un patrón… ha de ser este hombre sencillo y extraordinariamente brillante».

Y a continuación nos trajo de regalo este artículo de Einstein que muchísima gente desconoce, pero que fue publicado en la primera salida del Monthly Review en mayo de 1949:

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¿POR QUÉ SOCIALISMO?

¿Es aconsejable que una persona inexperta en temas económicos y sociales exprese sus puntos de vista acerca del socialismo? Por muchas razones creo que lo es.

En primer término, consideremos el problema desde el punto de vista del conocimiento científico. Podría parecer que no existieran diferencias metodológicas esenciales entre la astronomía y la economía: en ambos campos los científicos tratan de descubrir leyes de validez general por las que se puedan comprender las conexiones que existen dentro de un determinado grupo de fenómenos. Pero en realidad existen diferencias metodológicas.

En el campo de la economía el descubrimiento de unas leyes generales está dificultado por el hecho de que los fenómenos económicos observados están a menudo bajo la influencia de muchos factores que resulta complejo evaluar por separado. Además, la experiencia acumulada desde el comienzo del llamado período civilizado de la historia humana se ha visto influenciada y limitada -como es bien sabido- por causas que no pueden definirse como exclusivamente económicas en su naturaleza.

Por ejemplo: la mayoría de los estados más importantes de la historia debieron su existencia a un proceso de conquista. Los pueblos conquistadores se constituyeron a sí mismos, legal y económicamente, como una clase privilegiada dentro del país conquistado. Se apropiaron del monopolio de las tierras y establecieron un clero salido de su propias filas. Los sacerdotes, dueños del control de la educación, hicieron que la división de clases sociales se convirtiera en una institución permanente y crearon un sistema de valores que en adelante, y de manera hasta cierto punto inconsciente, delimitó el comportamiento social del pueblo.

Pero la tradición histórica data, por así decirlo, de ayer; en ningún momento hemos superado de verdad lo que Thorstein Veblen ha llamado la «fase depredadora» del desarrollo humano. Los hechos económicos observables pertenecen a esa fase y las leyes que podamos deducir de ellos no son aplicables a otras fases. Dado que el verdadero objetivo del socialismo es, precisamente, superar y avanzar más allá de la fase depredadora del desarrollo humano, la ciencia de la economía, en su estado actual, puede arrojar muy poca luz sobre la sociedad socialista del futuro.

En segundo término, el socialismo se encamina hacia un fin social y ético. La ciencia, a su vez, no puede crear fines y, mucho menos, inculcarlos en los seres humanos. A lo sumo la ciencia puede aportar los medios por los cuales se pueda acceder a ciertos fines. Pero los fines en sí mismos son concebidos por personalidades poseedoras de ideales éticos encumbrados y -si esos fines no son endebles sino vitales y vigorosos- son adoptados y servidos por las masas de seres humanos que, de manera semi-inconsciente, determinan la lenta evolución de la sociedad.

Por estas razones tendremos que guardarnos muy bien de otorgar excesiva validez a la ciencia y a los métodos científicos cuando están en juego problemas humanos. Y no habrá que suponer que los expertos son los únicos que tienen derecho a expresar sus criterios sobre problemas que afectan a la organización de la sociedad.

Muchas son las voces que desde hace cierto tiempo se alzan para decir que la sociedad humana atraviesa una crisis, que su estabilidad está seriamente quebrantada. Una característica de esta situación es que los individuos se sienten indiferentes y aun hostiles ante el grupo al que pertenecen, por grande o pequeño que sea.

A fin de ilustrar este concepto, quiero traer a colación una experiencia personal. Hace poco tiempo, discutía yo con un hombre inteligente y bien dispuesto la amenaza de una nueva guerra, que en mi opinión pondría en serio peligro la existencia de la humanidad. Al respecto, señalé que sólo una organización supranacional podría ofrecer una protección adecuada ante ese peligro. Después de escucharme, mi visitante, con toda calma y frialdad, me dijo: «¿Por qué se opone usted con tanto empeño a la desaparición de la raza humana?«.

Estoy seguro de que hace un siglo nadie hubiera formulado con tal ligereza una pregunta así. En ella está implícito el juicio de un hombre que ha luchado en vano para lograr un equilibrio dentro de sí mismo y, poco más o menos, ha perdido toda esperanza de lograrlo. Se trata de la expresión del duro aislamiento y soledad que acosan a mucha gente en estos días. ¿Cuál es la causa? ¿Hay alguna vía de escape?

Es fácil plantear estas preguntas, pero muy difícil responder a ellas con cierta seguridad. No obstante, en la medida de mis posibilidades, debo tratar de hacerlo, aun cuando soy muy consciente de que nuestros sentimientos y nuestra lucha son a menudo contradictorios y oscuros y de que no pueden ser expresados mediante fórmulas sencillas y fáciles.

A un mismo tiempo, el hombre es una criatura solitaria y social. Como ser solitario trata de proteger su propia existencia y la de aquellos que están más cercanos a él, intenta satisfacer sus deseos personales y desarrollar sus habilidades innatas. Como ser social busca el reconocimiento y el afecto de sus congéneres, quiere compartir sus placeres, confortar a los demás en sus penurias y mejorar las condiciones de vida de los otros.

Sólo la existencia de estos esfuerzos diversos, y a menudo contradictorios, da razón del carácter especial de un hombre, y la forma concreta de esos intentos determina el punto hasta el cual un individuo puede lograr su equilibrio interior y la medida en que será capaz de contribuir al bienestar de la sociedad. Es muy posible que la fuerza relativa de esos dos impulsos esté, en lo primordial, fijada por la herencia. Pero la personalidad que, por último, ha de imponerse está formada, en su mayor parte, por el entorno en el que el hombre se ha encontrado en el momento de su desarrollo, por las estructuras de la sociedad en la que se desenvuelve, por las tradiciones de esa sociedad y por su valoración de unos tipos particulares de comportamiento.

Para el ser humano individual, el concepto abstracto de «sociedad» significa la suma total de sus relaciones directas e indirectas con sus contemporáneos y con todos los integrantes de las generaciones anteriores. El individuo está en condiciones de pensar, sentir, luchar y trabajar por sí mismo; pero, en su existencia física, intelectual y emocional, depende tanto de la sociedad que es imposible pensar en él o comprenderle fuera del marco de aquélla.

La «sociedad» abastece al hombre de su comida, su vestido, un hogar, las herramientas de trabajo, el lenguaje, las formas de pensamiento y la mayor parte de los contenidos del pensamiento; la vida del hombre es posible a través del trabajo y de los logros de muchos millones de personas del pasado y del presente, ocultas en la simple palabra «sociedad».

Por lo tanto, resulta evidente que la dependencia del individuo ante la sociedad es un hecho de la naturaleza que no puede ser abolido, tal como en el caso de las hormigas y de las abejas. Sin embargo, en tanto que todo el proceso vital de las hormigas y de las abejas está determinado, hasta en sus mínimos detalles, por rígidos instintos hereditarios, la estructura social y las interrelaciones de los seres humanos son muy variables y susceptibles de cambio.

La memoria, la capacidad de hacer nuevas combinaciones, el don de la comunicación oral han abierto, entre los seres humanos, la posibilidad de ciertos desarrollos que no están dictados por necesidades biológicas. Estos desarrollos se manifiestan a través de las tradiciones, las instituciones y las organizaciones, en la literatura, en la ciencia y en los logros de la ingeniería, en las obras de arte. Esto explica que, en cierto sentido, el hombre sea capaz de influir en su vida a través de su propia conducta y que jueguen un papel en este proceso el pensamiento y el deseo conscientes.

En el momento de nacer, a través de la herencia, el hombre adquiere una constitución biológica que podemos considerar fija e inalterable, en la que están incluidos los impulsos naturales que son característicos de la especie humana. Junto a esto, a lo largo de su vida, el ser humano adquiere una constitución cultural que obtiene de la sociedad mediante la comunicación y muchos otros tipos de influencias. Con el correr del tiempo, esta constitución cultural está sujeta a cambio y determina, en amplia medida, la relación entre individuo y sociedad.

A través de la investigación comparativa de las llamadas culturas primitivas, la antropología moderna nos ha enseñado que el comportamiento social de los seres humanos puede diferenciarse profundamente, de acuerdo con los esquemas culturales y los tipos de organización que predominen en la sociedad. En esto han fijado sus esperanzas quienes luchan para mejorar el destino del hombre: los seres humanos no están condenados por su constitución biológica a aniquilarse los unos a los otros ni a ser presa de un hado cruel fabricado por ellos mismos.

Si nos preguntamos cómo se puede cambiar la estructura de la sociedad y la actitud cultural del hombre para hacer que la vida humana sea lo más satisfactoria posible, tendremos que tener en cuenta en todo momento que existen ciertas condiciones que somos incapaces de modificar.

Como ya hemos visto, la naturaleza biológica del hombre, en un sentido práctico, no está sujeta a cambio. Además, los desarrollos tecnológicos y demográficos de los últimos siglos han creado condiciones que perdurarán. En núcleos de población relativamente densos, en los cuales los bienes de consumo son indispensables para una existencia continuada, se hace por completo necesaria una total división del trabajo y un aparato productivo centralizado por entero.

Aunque al mirar hacia atrás parezca tan idílico, ha desaparecido para siempre el tiempo en el que los individuos o unos grupos pequeños podían aspirar al auto-abastecimiento completo. Apenas si se exagerará al decir que la humanidad constituye hoy una comunidad planetaria de producción y consumo.

En este punto de mi exposición, debo indicar, en forma breve, lo que para mí constituye la esencia de la crisis de nuestro tiempo. La cuestión reside en la relación entre el individuo y la sociedad. El individuo ha tomado conciencia, más que nunca, de su situación de dependencia ante la sociedad. Pero no considera que esa dependencia sea un hecho positivo, un nexo orgánico, una fuerza protectora, sino que la ve como una amenaza a sus derechos naturales e incluso a su existencia económica.

Por otra parte, su posición dentro de la sociedad hace que sus impulsos egoístas se vayan acentuando de manera constante, mientras que sus impulsos sociales -que son más débiles por naturaleza- se vayan deteriorando progresivamente. Sea cual fuere su posición en la sociedad, todos los seres humanos sufren este proceso de deterioro. Prisioneros de su propio egoísmo sin saberlo, se sienten inseguros, solitarios y despojados del goce ingenuo, simple y directo de la vida. El hombre ha de hallar el significado de su vida -por estrecho y peligroso que sea- sólo a través de una entrega de sí mismo a la sociedad.

La anarquía económica de la sociedad capitalista tal como existe hoy es, en mi opinión, la verdadera fuente de todos los males. Vemos alzarse ante nosotros una inmensa comunidad de productores, cuyos miembros luchan sin cesar para despojarse unos a otros de los frutos del trabajo colectivo, no ya por la fuerza, sino con el apoyo total de unas reglas legalmente establecidas. En este plano, es importante comprender que los medios de producción (es decir, toda la capacidad productiva que se necesita para producir tanto bienes de consumo como bienes de inversión) pueden ser, en forma legal -y de hecho en su mayoría lo son-, de propiedad privada de ciertos individuos.

En bien de la simplicidad, en la exposición que sigue utilizaré el vocablo «trabajador» para designar a quienes no comparten la propiedad de los medios de producción, aunque esto no corresponda con el uso habitual del término. El propietario de los medios de producción está en condiciones de comprar la capacidad laboral del trabajador. Mediante el uso de los medios de producción, el trabajador produce nuevos bienes que se convierten en propiedad del capitalista.

El punto esencial de este proceso es la relación existente entre lo que el trabajador produce y lo que recibe como paga, ambos elementos medidos en términos de su valor real. En la medida en que el contrato laboral es «libre«, lo que el trabajador recibe está determinado no por el valor real de los bienes que produce, sino por sus necesidades mínimas y por la cantidad de mano de obra solicitada por el sistema en relación con el número de trabajadores que compiten por un puesto de trabajo. Es importante comprender que, incluso en teoría, la paga del trabajador no está determinada por el valor de su producto.

El capital privado tiende a concentrarse en unas pocas manos, en parte a causa de la competencia entre los capitalistas y en parte a causa del desarrollo tecnológico y de la creciente división de la clase obrera, hechos que determinan la formación de unidades mayores de producción, en detrimento de las unidades menores. El resultado es una oligarquía del capital privado, cuyo enorme poder no puede ser eficazmente controlado ni siquiera por una sociedad política organizada según principios democráticos.

Esto es así porque los miembros de los cuerpos legislativos son seleccionados por los partidos políticos, que reciben fuertes influencias y amplia financiación de los capitales privados que, en la práctica, separan al electorado de la legislatura. La consecuencia es que los representantes del pueblo no protegen con la debida eficacia y en la medida suficiente los intereses de los sectores menos privilegiados de la población.

En las circunstancias actuales, además, los capitales privados controlan, inevitablemente, en forma directa o indirecta, las principales fuentes de información (prensa, radio, educación). De modo que es muy difícil, e incluso en la mayoría de casos casi imposible, que el ciudadano llegue a conclusiones objetivas y pueda hacer un uso inteligente de sus derechos políticos.

La situación predominante en una economía basada en la propiedad privada del capital se caracteriza por dos principios básicos: primero, los medios de producción (el capital) son propiedad privada y sus propietarios disponen de ellos como juzguen conveniente; segundo, el contrato laboral es libre. Desde luego que no existe una sociedad capitalista pura, en este sentido. En particular, notemos que los trabajadores, mediante largas y acerbas luchas políticas, han logrado obtener una cierta mejoría del «contrato laboral libre» para ciertas categorías de trabajadores. Pero considerada en su conjunto, la economía del presente no difiere demasiado del capitalismo «puro«.

El objetivo de la producción es el beneficio, no su consumo. No se prevé que todos aquellos que sean capaces de trabajar y quieran hacerlo tengan siempre la posibilidad de conseguir un buen empleo; casi siempre existe, en cambio, un «ejército de parados» y talento inutilizado. El trabajador se ve acosado por el temor constante de perder su plaza. Dado que los trabajadores sin trabajo y mal pagados no dan lugar a un mercado lucrativo, la producción de bienes de consumo se reduce con sus duras consecuencias.

El progreso tecnológico a menudo desencadena mayor proporción de paro, en lugar de aliviar la carga laboral para todos. El interés por el lucro, conjugado con la competencia entre los capitalistas, es responsable de la inestabilidad del ritmo de acumulación y utilización del capital, que conduce a severas y crecientes depresiones. La competencia ilimitada conduce a un derroche de trabajo y a amputar la conciencia social de los individuos, fenómeno del que ya he hablado antes.

Creo que el peor daño que ocasiona el capitalismo es el deterioro de los individuos. Todo nuestro sistema educativo se ve perjudicado por ello. Se inculca en los estudiantes una actitud competitiva exagerada; se los entrena en el culto al éxito adquisitivo como preparación para su futura carrera.

Estoy convencido de que existe un único camino para eliminar estos graves males, que pasa por el establecimiento de una economía socialista, acompañada por un sistema educativo que esté orientado hacia objetivos sociales. Dentro de ese sistema económico, los medios de producción serán propiedad del grupo social y se utilizarán según un plan.

Una economía planificada que regule la producción de acuerdo con las necesidades de la comunidad, distribuirá el trabajo que deba realizarse entre todos aquellos capaces de ejecutarlo y garantizará la subsistencia a toda persona, ya sea hombre, mujer o niño. La educación de los individuos, además de promover sus propias habilidades innatas, tratará de desarrollar en ellos un sentido de responsabilidad ante sus congéneres, en lugar de preconizar la glorificación del poder y del éxito, como ocurre en nuestra actual sociedad.

De todas maneras, hay que recordar que una economía planificada no es todavía el socialismo. Una economía planificada podría ir unida a la esclavización completa de la persona. La realización del socialismo exige resolver unos problemas sociopolíticos de gran dificultad: dada la centralización fundamental del poder político y económico ¿cómo se podrá impedir que la burocracia se convierta en una entidad omnipotente y arrogante? ¿Cómo se pueden proteger los derechos del individuo para así asegurar un contrapeso democrático que equilibre el poder de la burocracia?

La claridad sobre los objetivos y problemas del socialismo es de la mayor importancia en nuestra época de transición. Como, bajo las actuales circunstancias, la discusión libre y sin trabas de estos problemas se ha convertido en un poderoso tabú, considero que la creación de esta revista supone un importante servicio público.”

~~ Albert Einstein – ¿Por qué Socialismo? 1949 ~~

NOTA DE LA REDACCIÓN: Este trabajo, escrito por una de las mentes más brillantes de la historia humana, parece que ha sido escrito ayer, hoy… tal es su enorme vigencia. Ahora podrás entender por qué los poderosos no han divulgado este poderoso análisis. Tenemos que lograr que la gente lo conozca, que le pierda el miedo a la palabra «socialismo» al asociarla con experiencias incompletas o con experimentos fallidos, a que sepan que no es sinónimo de quitarles su compañia o el proyecto por el que han luchado toda su vida, sino de lograr una distribución menos depredadora de la riqueza, más equitativa de acuerdo con la participación de cada cual en su generación. Una sociedad MÁS JUSTA.